21.8.11

Ray Bradbury: la escritura por delante

Por Eduardo Andrade Uribe
Ray Bradbury tiene el hábito de levantarse muy temprano todos los días a escribir historias que durante la noche le dicta el subconsciente. La idea es escribirlas “antes de que se desvanezcan”, afirmó alguna vez. Trabaja en el sótano de su casa, con una máquina de escribir eléctrica –a semejante nivel llega su tolerancia con el mundo de las máquinas, se sabe que en el fondo las detesta; incluso ver el horno microondas le molesta–. El escritor radicado en los Ángeles, California escribe profesionalmente desde 1943. A partir de entonces –según prologó en uno de sus tantos libros– se propuso afianzar la calidad de su prosa, obligándose a escribir un texto por semana con una extensión de entre 18 y 32 cuartillas. A la fecha cientos de relatos suyos aparecen publicados en decenas de volúmenes.
El autor ha referido que el gusto por la literatura lo adquirió durante su infancia, en gran medida gracias al impulso de su tía Neva, una costurera y diseñadora de disfraces que solía leerle cuentos de Édgar Allan Poe y llevarlo a presenciar obras de teatro. En este sentido, su caso coincide con el de León Tolstoi, a quien su abuela paterna le engendró el apego por el arte de la narración. La anciana lo llevaba a una estancia de la propiedad de la familia al finalizar el día, donde un mozo de edad avanzada y visión estropeada, pero dotado de una portentosa habilidad para contar historias, les narraba los pasajes de Las mil y una noches y demás anécdotas que llegaban a Rusia por el río Volga. Desde el borde de una amplia ventana, donde gustaba de tomar asiento, el homérico personaje, con sus maravillosas exposiciones, infundió el don de la palabra en el pequeño Tolstoi.
A muy temprana edad, Bradbury se convirtió en un lector empedernido. Entre los autores que marcaron su delirio por las letras, además de Poe, figuran Charles Dickens, Lewis Carroll y Lyman Frank Baum; al igual que Julio Verne, H.G. Wells y Édgar Rice Burroughs, a quienes solía leer en la biblioteca Carnegie, de su ciudad natal Waukegan, Illinois.
A los 12 años, comenzó a escribir cuentos, motivado, entre otras cosas, por la experiencia singular que tuvo con un mago de carnaval: Un día de 1932, por la noche, el futuro escritor acudió a una feria instalada a orillas del Lago Míchigan. Una de las atracciones era el número de Mr. Electrico, quien se sometía a las descargas de una silla eléctrica acondicionada para el acto. Una vez circulando la energía por su cuerpo, tomaba una espada y la esgrimía ante el público, enfocándose sobre todo a los niños que abarrotaban la sección frontal. En el caso de Bradbury, el hombre le puso la punta de la espada en la frente y con ímpetu dramático le dijo: “¡Vive por siempre!”, en tanto que la cabellera del pequeño se erizó por obra de la electricidad suministrada.
El escritor menciona que al día siguiente fue a buscarlo a los tinglados donde se guarecen los artistas en la feria. El caballero lo presentó con algunos otros personajes de la compañía, tales como el Hombre Ilustrado y la Mujer Obesa –cabe recordar que décadas después Bradbury publicaría una recopilación de 18 narraciones titulada The Illustrated Man. Más tarde, ese mismo día, de paseo por la franja costera del lago, mago y adolescente tomaron asiento en un montículo de arena. Allí, el enigmático personaje le contó que ya lo había conocido, varios años atrás, antes de que el autor norteamericano naciera: supuestamente, Bradbury había sido su mejor amigo durante la primera guerra mundial y había muerto en sus brazos en la Batalla de las Ardenas.
He ahí el sentido de las palabras de Mr. Electrico. “Live forever”. Si el escritor ya había vivido en la persona de un soldado que cayó abatido, si volvió a nacer en el individuo que es ahora, entonces desde la óptica del mago, seguramente después de que en este caso muera, de nuevo volverá a nacer y así sucesivamente, vivirá “por siempre”.
De cualquier manera, un día después de su experiencia carnavalesca, Bradbury se mudó con su familia al estado de Arizona; e invadido aún por la emoción que le produjo el encuentro con Mr. Electrico, una vez instalado en su nueva residencia, tomó una máquina de escribir de juguete que acababan de regalarle, y puso en práctica su vocación de narrador, escribiendo su primera historia.
Posteriormente, de los 18 a los 22 años, vendió periódicos en una esquina de Los Ángeles; desde la edad de 13 años vivía en esta ciudad con sus familiares. El resto del día lo dedicaba a la práctica del oficio literario y las horas nocturnas a lectura la bibliotecaria. Luego vendrían momentos de gloria: el fruto merecido por una formación tan consistente, que germinó tras la aparición de sus obras más sobresalientes.
A partir de 1950, Bradbury se dio a conocer a nivel internacional merced a la publicación de su libro Crónicas Marcianas, obra que causó la admiración de Jorge Luis Borges, por su contundencia argumentativa, lo mismo que por su propuesta estilística: la conquista de Marte en este caso no es épica, como podría esperarse, se da sin verdaderos sobresaltos o al margen de actos heroicos, en un contexto de cotidianidad inalterable al estilo típico estadounidense.
El connotado literato cumplirá noventa y un años el próximo 22 de agosto. Casi siete décadas de actividad profesional en el terreno literario le han granjeado una posición indiscutible como narrador de talla universal. Resulta ser uno de esos escritores a los que bien puede llamárseles clásicos vivientes, como en su momento lo fue el propio Borges. Además de Crónicas Marcianas, destacan del repertorio de Bradbury volúmenes de cuentos tales como “Las doradas manzanas del sol” y “Memoria de crímenes”, lo mismo que novelas como “Fahrenheit 451”, “El árbol de las brujas” y “La muerte es un asunto solitario”.      
No son muchos los autores cuya obra se inserta en un innegable rango de consumación, autores concentrados en el cultivo de una corriente literaria. Así como Góngora, Gracián o Quevedo delinearon el barroco español y Stendhal, Balzac o Zola el realismo francés, otros literatos alrededor del orbe han contribuido a la consolidación de lo que se ha dado en llamar literatura fantástica (en la acepción más general de la expresión). Del otro lado del Atlántico figuran desde luego Mary Shelley y Robert Louis Stevenson (aunque en el sentido más incluyente de la categorización habrá que mencionar a narradores como Mérimée, Meyrink, Kafka o Ballard). De este lado, lo mismo sobresalen plumas septentrionales que sureñas. En Sudamérica acaso la figuras representativas sean Horacio Quiroga y el mismo Borges. En Norteamérica la lista no es mínima pero hay una tríada que se mueve en una misma vertiente: el relato fantástico.
Es en este contexto donde Bradbury, en calidad de literato, viene a colación, como tercer portento de la imaginación norteamericana, antecedido por Lovecraft y Poe. En la obra de estos tres maestros hay un innegable toque de mordacidad: lo fantástico como distorsión sugestiva, o terrorífica inclusive, de las circunstancias. Desde los ámbitos tenebrosos de Édgar Poe, donde lo insólito se apodera de la acción, hasta el dramatismo desencadenado en las quiméricas escenas de Ray Bradbury, pasando por la consumación de lo siniestro a propósito de las atmósferas sobrenaturales de H. P. Lovecraft. La sensación para el lector puede ser la misma: Sugestión… en un término relativo por supuesto, pues lo más probable es que semejante estado de ánimo después de todo se torne placentero (si no, dónde estaría el sentido de leer libros).
Sobre el padre la narración detectivesca, Édgar Allan Poe, no hay duda de que se trata de un artista consagrado que causó la fascinación de otros importantes escritores, contemporáneos suyos así como sucesores, oriundos de naciones europeas y del continente americano y afincados en distintas formas y corrientes literarias, como Charles Baudelaire, Stéphane Mallarmé, Paul Valery, Julio Verne, Arthur Conan Doyle, H.G. Wells, Ambrose Bierce, Rubén Darío y Julio Cortázar entre muchos otros. Ello por la torcida dirección que el norteamericano dio a la trama de sus textos en combinación con una forma de narrar apasionada y un acompasado y elegante tono discursivo. Borges, por su parte, discrepaba con él por la premisa de que el arte de escribir se debe apoyar exclusivamente en la operatividad del intelecto, tal como el bostoniano plantea en “La filosofía de la composición”. Para el bonaerense, más que por mera operación intelectual, los contenidos literarios se dan por una suerte de revelación. Sin embargo durante su última etapa como escritor, le dio debido reconocimiento a Poe, en ensayos diversos y conferencias magistrales, lo que indica que acaso su criterio estético sobrellevó un relajamiento favorable.   
A Howard Phillips Lovecraft, al menos enciclopédicamente, no se le suele considerar como un gigante de la literatura universal. Su predilección por volver explícitas las formas que detonan el trastorno de sus personajes, en algunos casos no ha sido bien vista –el incansable Borges, por ejemplo, habla de la conveniencia de ser más sugerente como autor y dejar a la imaginación del receptor la consolidación de lo terrorífico a partir de la mención de unos cuantos elementos solamente. Al parecer el público lector llega a olvidar que en la obra de Lovecraft no sólo lo tétrico tiene lugar. En contraparte una inigualable carga paisajística se perfila como amortiguador del despliegue dramático. Qué decir del orden en que están expuestas las ideas, de la propiedad en el manejo del vocabulario o de las oportunas frases metafóricas. Lovecraft creó todo un estilo de escritura esmeradamente solemne. Propuesta literaria que hacia el final de su vida Borges terminó por aceptar, llegando incluso a dedicar a la memoria del autor originario de Providence, Rhode Island un cuento armado a su estilo, compendiado en “El libro de arena” bajo el título de “There are more things”. Por su parte Michel Houellebecq también ha concurrido a la veneración en este sentido con una biografía titulada “H. P. Lovecraft, contra el mundo, contra la vida”.    
En sus numerosos cuentos y novelas Ray Bradbury ha llevado a un nivel extremo el ejercicio de la imaginación, sin rayar en el desborde o la exageración. Lo suyo no son meras ocurrencias. Cada una de sus narraciones es una visión intensa de la humanidad y sus particulares obsesiones, en donde lo fantástico no viene siendo gratuito; detrás de las perturbaciones de los personajes hay una ajena o involuntaria finalidad en proceso de consumarse. Nada queda irresuelto en los relatos del autor estadounidense. Su propuesta se caracteriza por un afán de sistematizar el drama en una rigurosa relación de hechos deplorables, una exposición precisa y contundente al grado del desconcierto, que resulta apreciable en textos como “La fruta en el fondo del tazón”. Si es que se quiere honrar la presencia real en el orbe de un prodigio de las letras como él, acaso lo mejor sería tomar en cuenta la sugerencia de un admirador suyo, el recién finado Eliseo Alberto, quien todavía el año pasado propuso que de regalo de cumpleaños a Ray Bradbury se le otorgara el premio Nobel.